Dejando totalmente por fuera la actitud que tenga la usuaria por la cual se está dando la reciente discusión (no conozco realmente cuál sea esta actitud, así que prefiero dejarla por fuera), me parece que existen dos posibles eventos en un aula en casos de este tipo:
1. Que el niño escuche una segunda opinión sobre el tema en cuestión.
2. Que al niño se le enseñe una segunda opinión y se le inste a desobedecer a sus padres.
En el primer caso, esto puede pasar en absolutamente cualquier lado. Los niños irán escuchando, por boca de terceros, que esto o aquello no es tal o cual manera. Lo que están haciendo es retroalimentándose, y nadie les está forzando a aceptar como cierta la información que adquieren. Me parece que esto es parte integral del desarrollo de toda persona.
En el segundo caso, ya se está cruzando una barrera. Se tenga la razón o no, uno no tiene que imponerle sus conocimientos a los niños; y considero que esto ni siquiera debería de hacerlo uno con sus propios hijos. Uno los guía, y los corrige, pero hay que ser consciente de que ellos se formarán su criterio propio de las cosas conforme aprenden dentro y fuera del hogar.
Si uno fuera profesor, no hay problema en que uno exprese su opinión sobre algo, pero de ahí no debería de pasar. Sería muy diferente si esa comunicación de opiniones se convierte en una imposición.
Yo, por ejemplo, no tengo problema en que la gente le enseñe a mi hija que creen en tal deidad y practican tales ritos o costumbres por tales razones. Pero de ahí a que pretendan (sea familia o no) decirle que tiene que dar gracias a Dios, creer en un cielo y un infierno, y cosas por el estilo ya son otros cien pesos; eso ya es caer en la imposición. Igual ni siquiera yo pretendo imponerle que no crea tales cosas, para eso le enseñaré a formarse su propio criterio y en algún momento de su vida ella tomará una decisión cuando la considere apropiada.
La intolerancia de los mismos padres a que los hijos tomen sus propias decisiones en cuestiones que tienen que ver con religión/creencias es la que precisamente hace que estos se lleguen a ofender y hasta, en algunos casos, llegar a enemistarse con ellos cuando dejan de creer lo que los padres creen; como cuando un hijo de católicos se hace evangélico, o peor si un hijo de evangélicos se hace ateo.