En un libro neonazi, buscando con
Google me lo encuentro en sitios que se hallan llamar "nacional socialistas". En cuanto a que los judíos ostentan posiciones de poder económico es un mito y una exageración, además muchos son judíos secularizados, no practicante, como ocurre en Estados Unidos, por ejemplo en el mundo del espectáculo. Tony Curtis era judío, por ejemplo, y no creo que eso sea relevante.
INFORME SOBRE EL RESURGIMIENTO DEL NAZISMO EN CHILE
EL MITO DE LA CONSPIRACIÓN JUDÍA MUNDIAL – Norman Cohn » Historias especializadas » Libros de Historia, libros con Historia – Hislibris En su intento por comprender el genocidio de judíos perpetrado por los nazis, el historiador británico Norman Cohn (1915-2007) dio con la aberrante creencia de que los judíos estaban desde hace largo tiempo confabulados para minar los cimientos de toda humana civilización y, sirviéndose de medios tan perversos como clandestinos, hacerse con el dominio del mundo entero. Especie de nuevo ropaje de la tradición cuasidemonológica del viejo antisemitismo, esta superchería tuvo su culminación y expresión más delirante en Los Protocolos de los Sabios de Sión, un embuste de turbia trayectoria y perniciosos efectos. Comoquiera que el odio sembrado por esta grosera falsificación sólo podía germinar en terreno abonado –el antisemitismo no es precisamente un mal de origen reciente-, el estudio de la superchería o mito de la conspiración judía mundial y de los antecedentes, forja y propalación del bulo de los mencionados Protocolos no puede ser sino una valiosísima contribución a la historia del genocidio de los judíos, además de una lúcida advertencia contra la credulidad, el prejuicio y la superstición. En esto consiste, pues, el libro que aquí se reseña (cuya primera publicación data de 1967).
Un mito, el de la conspiración judía mundial, que ha servido a diferentes propósitos. En la Rusia de los zares se lo utilizó para desacreditar a izquierdistas de todo género; más tarde, los partidarios del antiguo orden lo esgrimieron como explicación de la revolución de 1917 y del subsiguiente triunfo de los bolcheviques. En la Alemania de la República de Weimar la extrema derecha se valió de él para explicar la derrota sufrida en la Gran Guerra y las ráfagas revolucionarias de 1918-1921 en suelo alemán, así como para socavar la legitimidad de una democracia de suyo precaria; los nazis, por su parte, lo explotaron a objeto de escalar posiciones. Al III Reich le permitió reprimir todo asomo de oposición y erigir un sistema de terror; más adelante le sirvió como coartada para justificar su política exterior, en particular el desencadenamiento de la guerra así como el derrotero seguido en su transcurso (implicada, obviamente, la matanza de judíos eufemísticamente denominada «Solución Final»).
En una de sus formas modernas, el antisemitismo arraiga en el desconcierto de sectores tradicionalistas frente al quiebre del Antiguo Régimen y los avances de la modernidad. Fue un clérigo francés, el abate Barruel, quien probablemente sentó las bases del mito de la conspiración judía. En 1797 publicó un extenso libro que explicaba la Revolución Francesa como fruto de las maniobras de una sociedad secreta cuyos orígenes se remontaban a la Orden de los Templarios y que entrelazaba su evolución con la de los masones, los illuminati y los filósofos ilustrados. Apenas mencionaba a los judíos, pero unos años después Barruel se convenció de que su teoría flaqueaba si no los ponía en el papel principal; esto, a raíz de un documento que parece ser la primera de las falsificaciones que desembocaron en los Protocolos: una carta que en 1806 le remitiera desde Florencia un tal J. B. Simonini, de quien nada se sabe y que se preciaba de haber descubierto que los verdaderos directores de la conspiración revelada por Barruel no eran otros que los judíos, quienes se empeñaban en preparar la venida del Anticristo. El sacerdote distribuyó la carta entre círculos influyentes de Francia y abonó de este modo el terreno para la teoría de la conspiración.
El mito reapareció medio siglo después entre fuerzas reaccionarias alemanas, alarmadas por los levantamientos populares de 1848. Uno de los jalones mayores de la creciente propaganda antijudía fue la novela Biarritz (1868 ), escrita por un antisemita prusiano de nombre Hermann Goedsche; contiene un capítulo ambientado en el cementerio judío de Praga y que narra una reunión clandestina entre los doce jefes de las tribus de Israel y uno que, se sobreentiende, es el Anticristo. Los presentes dan cuenta del declinante estado del mundo y de su inminente caída en poder de los judíos; la reunión finaliza tras pronunciar uno de los jefes un maligno discurso, el que proporcionó el modelo para la patraña de los Protocolos. Aunque nacida en una obra de ficción, la pieza oratoria fue difundida por separado como si fuese un documento real; bajo el título de Discurso del rabino, ejerció poderoso influjo especialmente en Rusia, donde agitadores antisemitas lo utilizaron para incitar pogromos.
Durante la parte final del siglo XIX, fue en Alemania y Francia que se realizaron los más crudos aportes a la teoría de la conspiración judía (sin olvidar que uno de sus hitos lo constituye el panfleto titulado La conquista del mundo por los judíos, escrito en alemán por un estafador de apellido Millinger, de origen judío, aparentemente nacido en Serbia y mejor conocido por su alias, Osman-Bey). El antisemita alemán Theodor Fritsch dio a la luz en 1887 un infame Catecismo antisemita (titulado en ediciones posteriores Manual de la cuestión judía, fue un libro de cabecera de muchos nazis, quienes solían llamar al autor «el gran maestro»). En Francia, primer país del mundo en emancipar a los judíos (1791), la literatura antisemita se vio incrementada por el hacer de gentes como Roger Gougenot des Mousseaux, Édouard Drumont, el abate Chabauty y monseñor Meurin, arzobispo de Port Louis (Isla Mauricio). Pronto se añadió a esta corriente una Rusia que contó con la particularidad de que su propaganda antisemita era patrocinada por el Estado a través de su policía política secreta, la Ojrana; por demás, la violencia dirigida contra los judíos tuvo su principal vivero en este país, expresada en una sucesión de sangrientos pogromos. Toda esta era una actividad propagandística que nacía como protesta del orden rural-tradicional o como reacción del despotismo frente a la modernidad y los movimientos revolucionarios. En general, abrevaba en el tópico de la conspiración, usualmente de índole compuesta (conspiración judeomasónica), y en el recurso de tergiversar y atribuir significados malévolos a elementos inocuos como ciertas organizaciones filantrópicas, la Cábala (doctrina mística y teosófica judía), la kahal
Fue en el sórdido mundillo ruso de agentes zaristas, publicistas reaccionarios e individuos pseudomísticos que nacieron los supuestos Protocolos de los Sabios de Sión. Su primera versión fue publicada en 1903 por el diario peterburgués La Bandera, dirigido por el antisemita militante P. A. Krushevan (quien fue uno de los creadores de las llamadas Centurias Negras, organización terrorista de extrema derecha). No obstante, el bulo adquirió verdadera connotación como instrumento de agitación a partir de su inserción en la tercera edición (1905) del libro Lo grande en lo pequeño. El Anticristo considerado como una posibilidad política inminente, obra de un tal Sergey Nilus, ex terrateniente empobrecido que se daba aires de santón, gozaba del favor de la corte imperial y ejercía influencia en la jerarquía de la Iglesia Ortodoxa.
Los Protocolos eran presentados como un archivo secreto utilizado en el Primer Congreso Sionista (Basilea, 1897), el que habría sido robado de la casa de un jefe masón alsaciano según algunas versiones, del apartamento vienés del líder sionista Theodor Herzl según otras… Desenmarañando la compleja trama del origen de la falsificación, Norman Cohn detecta las huellas del jefe de la Ojrana en el extranjero, Piotr Rachkovsky, hábil intrigante y falsificador a quien cabe ver como principal instigador de la redacción de los Protocolos. Éstos habrían sido urdidos en Francia entre 1894 y 1899 y su núcleo lo constituye el indiscutible plagio de un escrito de inspiración liberal, Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (1864), escrito por el abogado francés Maurice Joly y dirigido contra el régimen de Napoleón III. Una primera versión del plagio, atribuible al fisiólogo y periodista político ruso Ilya Tsión, habría sido adaptada en sentido violentamente antisemita por orden de Rachkovsky.
De pernicioso efecto en los estertores de la Rusia zarista, el embuste dio la vuelta al mundo a raíz de la Primera Guerra Mundial y de la Revolución Rusa. Su influjo se dejó sentir al otro lado del Atlántico, en donde el poderoso industrial Henry Ford fue unos de sus principales difusores, papel que en Europa cupo a los círculos de contrarrevolucionarios rusos expatriados. (A estas alturas, como se puede suponer, la mítica conspiración ya había adquirido el marbete de «judeobolchevique».) Alemania fue el país en que ejerció su mayor atractivo: despechados por la derrota militar y el fin del antiguo orden, sectores reaccionarios invocaron los Protocolos y el burdo motivo de la conspiración judía como explicación de sus fracasos y de la situación del país. El antisemitismo así instigado se erigió en factor político de primera línea, que entre cosas condujo al asesinato de Walter Rathenau (1923), ministro de Relaciones Exteriores de origen judío, y fue uno de los señuelos propagandísticos favoritos del nazismo.
Los Protocolos han probado ser largamente refractarios a las pruebas de su índole apócrifa. Ofuscados por sus aberrantes convicciones, a los antisemitas militantes del período de entreguerras los argumentos no les hacían mella. El diario The Times de Londres fue el primer medio en publicar evidencias de que los Protocolos eran una falsificación, a través de un reportaje aparecido en agosto de 1921. Pero el daño ya estaba hecho. Quienquiera que suministrase pruebas del carácter espurio del escrito, fuese The Times o cualquier otro medio o particular, sólo podía estar al servicio –deliberado o inadvertido- de los perversos judíos. Si se demostraba fehacientemente que los Protocolos son un plagio del folleto de Maurice Joly, los antisemitas argüían que este autor se llamaba en realidad Moses Joél, un judío, supuesta revelación (completamente falsa) que nimbaba su diatriba política de las más siniestras intenciones. Si a la vista de una serie de testimonios y evidencias, un tribunal suizo determinaba que los Protocolos son una falsificación (proceso celebrado en los años de 1934 y 1935), sin duda era que el caso estuvo amañado desde el principio y que los magistrados habían sido sobornados por agentes judíos. El cocido de cerril obcecación, prejuicio, ignorancia y sandez que nutre el antijudaísmo ha podido dar lugar a manifestaciones como la del mismo Sergey Nilus, quien concedía margen a la eventualidad de que los Protocolosdemostrar que la amenaza revolucionaria no era sino una baza de la conspiración judía.
El que se diese crédito a cosa tan grotesca como la patraña de la conspiración judía es, sin duda, una triste medida de lo que pueden dar de sí el alma y el intelecto de los hombres. Por su parte, el libro de Norman Cohn es una invaluable contribución a la historia de una infamia.
-Norman Cohn, El mito de la conspiración judía mundial. Los protocolos de los Sabios de Sión. Alianza Editorial, El libro de bolsillo, Madrid, 2010. 388 pp.