En un panorama donde la tecnología y la digitalización reconfiguran el escenario laboral, las personas mayores en Costa Rica enfrentan barreras cada vez más elevadas para reintegrarse al mercado laboral. La digitalización, un arma de doble filo, ofrece herramientas para una eficiencia sin precedentes, pero al mismo tiempo, se erige como un muro casi infranqueable para quienes no crecieron al ritmo de los avances tecnológicos.
Mientras los jóvenes navegan con soltura entre aplicaciones y plataformas digitales, muchos adultos mayores encuentran en las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) un laberinto sin salida. En América Latina, menos de la mitad de los adultos han utilizado una computadora para tareas profesionales básicas. La brecha en el uso efectivo de estas herramientas se agranda con la edad y la falta de educación formal, dejando a un lado a quienes no solo enfrentan el estigma de la edad sino también el peso de no haber accedido a educación de calidad en sus años formativos.
A esto se suma el hecho de que la tasa de empleo entre las personas mayores no solo es baja en comparación con los estándares internacionales, sino que también ha sufrido una contracción significativa en años recientes. Mientras en países como Alemania, más del 13% de los mayores de 64 años se mantiene activo laboralmente, en Costa Rica las cifras son decididamente más modestas. Esto no solo plantea un problema de recursos, sino también de autoestima y valoración social hacia la población que aún tiene mucho que ofrecer.
El problema se magnifica cuando consideramos la estructura empresarial del país, dominada por microempresas que, a menudo, carecen de los recursos para invertir en capacitación y no pueden ofrecer las condiciones adecuadas para que los adultos mayores se reintegren efectivamente al mercado laboral. En un mundo ideal, la digitalización podría servir como un puente que conecte a las generaciones, pero en la realidad actúa como un filtro que favorece a quienes están más adaptados a las demandas del mercado digital.
Frente a esta situación, no basta con lanzar programas de capacitación o aumentar el acceso a las TIC entre los adultos mayores. Es imperativo que estas iniciativas vayan acompañadas de un cambio en la percepción cultural sobre el envejecimiento y el trabajo. Solo así podremos asegurar que los esfuerzos por cerrar la brecha digital no terminen siendo un simple parche ante una problemática que es, en su núcleo, profundamente estructural y social.
El humor negro de esta situación radica en la paradoja de una sociedad que venera la innovación tecnológica mientras marginaliza a una parte de su población que podría beneficiarse enormemente de estas innovaciones. Así, la crítica social no solo debe dirigirse a mejorar la capacitación y el acceso a tecnologías, sino también a cuestionar y redefinir nuestros valores y prácticas respecto al trabajo y la vejez en el siglo XXI.
Mientras los jóvenes navegan con soltura entre aplicaciones y plataformas digitales, muchos adultos mayores encuentran en las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) un laberinto sin salida. En América Latina, menos de la mitad de los adultos han utilizado una computadora para tareas profesionales básicas. La brecha en el uso efectivo de estas herramientas se agranda con la edad y la falta de educación formal, dejando a un lado a quienes no solo enfrentan el estigma de la edad sino también el peso de no haber accedido a educación de calidad en sus años formativos.
A esto se suma el hecho de que la tasa de empleo entre las personas mayores no solo es baja en comparación con los estándares internacionales, sino que también ha sufrido una contracción significativa en años recientes. Mientras en países como Alemania, más del 13% de los mayores de 64 años se mantiene activo laboralmente, en Costa Rica las cifras son decididamente más modestas. Esto no solo plantea un problema de recursos, sino también de autoestima y valoración social hacia la población que aún tiene mucho que ofrecer.
El problema se magnifica cuando consideramos la estructura empresarial del país, dominada por microempresas que, a menudo, carecen de los recursos para invertir en capacitación y no pueden ofrecer las condiciones adecuadas para que los adultos mayores se reintegren efectivamente al mercado laboral. En un mundo ideal, la digitalización podría servir como un puente que conecte a las generaciones, pero en la realidad actúa como un filtro que favorece a quienes están más adaptados a las demandas del mercado digital.
Frente a esta situación, no basta con lanzar programas de capacitación o aumentar el acceso a las TIC entre los adultos mayores. Es imperativo que estas iniciativas vayan acompañadas de un cambio en la percepción cultural sobre el envejecimiento y el trabajo. Solo así podremos asegurar que los esfuerzos por cerrar la brecha digital no terminen siendo un simple parche ante una problemática que es, en su núcleo, profundamente estructural y social.
El humor negro de esta situación radica en la paradoja de una sociedad que venera la innovación tecnológica mientras marginaliza a una parte de su población que podría beneficiarse enormemente de estas innovaciones. Así, la crítica social no solo debe dirigirse a mejorar la capacitación y el acceso a tecnologías, sino también a cuestionar y redefinir nuestros valores y prácticas respecto al trabajo y la vejez en el siglo XXI.
