He intentado mostrar que las representaciones religiosas han nacido de la misma fuente que todas las demás conquistas de la cultura: de la necesidad de defenderse contra la abrumadora prepotencia de la Naturaleza; necesidad a la que más tarde se añadió un segundo motivo: el impulso a corregir las penosas imperfecciones de la civilización.
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CREO ya suficientemente preparada la respuesta a las dos interrogaciones que antes dejamos abiertas. Recapitulando nuestro examen de la génesis psíquica de las ideas religiosas, podremos ya formularla como sigue: tales ideas, que nos son presentadas como dogmas, no son precipitadas de la experiencia ni conclusiones del pensamiento: son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos. Sabemos ya que la penosa sensación de impotencia experimentada en la niñez fue lo que despertó la necesidad de protección, la necesidad de una protección amorosa, satisfecha en tal época por el padre, y que el descubrimiento de la persistencia de tal indefensión a través de toda la vida llevó luego al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal mucho más poderoso. El gobierno bondadoso de la divina Providencia mitiga el miedo a los peligros de la vida; la institución de un orden moral universal, asegura la victoria final de la Justicia, tan vulnerada dentro de la civilización humana, y la prolongación de la existencia terrenal por una vida futura amplía infinitamente los límites temporales y espaciales en los que han de cumplirse los deseos.
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De los hombres cultos y de los trabajadores intelectuales no tiene mucho que temer la civilización. La sustitución de los motivos religiosos de una conducta civilizada por otros motivos puramente terrenos se desarrollaría en ellos calladamente. Tales individuos son, además, de por sí, los más firmes substratos de la civilización. Otra cosa es la gran masa inculta y explotada, que tiene toda clase de motivos para ser hostil a la civilización. Mientras no averigüe que ya no cree en Dios, todo irá bien. Pero ha de llegar indefectiblemente a averiguarlo, aunque este ensayo mío no sea publicado. Y está dispuesta a aceptar los resultados del pensamiento científico, sin que en ella haya tenido lugar la transformación que el pensamiento científico ha provocado en los demás hombres. ¿No existe aquí el peligro de que estas masas se arrojen sobre el punto débil que han descubierto en sus amos? Si no se debe matar única y exclusivamente porque lo ha prohibido Dios, y luego se averigua que no existe tal Dios y no es de temer, por tanto, su castigo se asesinará sin el menor escrúpulo, y sólo la coerción social podrá evitarlo. Se plantea, pues, el siguiente dilema: o mantener a estas masas peligrosas en una absoluta ignorancia, evitando cuidadosamente toda ocasión de un despertar espiritual, o llevar a cabo una revisión fundamental de las relaciones entre la civilización y la religión.