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Wilas

Dios y el hecho religioso.

El propósito de lo que expongo es hurgar en la idea religiosa de David Hume y su concepción de Dios, así como ahondar en su estructura filosófica empírica. El contexto filosófico en que Hume investigó sobre dicho tema, tanto como las diferentes visiones de su objeto de estudio, se tienen en consideración.

Esbozo del contexto histórico-filosófico teoría del conocimiento de Hume.-

El racionalismo filosófico nace en Francia en el siglo XVII, y se propaga por toda Europa en franca y directa oposición al empirismo del que también nos ocuparemos, sosteniendo que el punto de partida no son los datos de los sentidos sino las ideas del espíritu humano.

El racionalismo moderno tiene como su máximo exponente a Descartes, como iniciador, y posteriormente a Leibniz y Spinoza.

La filosofía cartesiana encontró en Inglaterra distintas valoraciones de las sucedidas en el continente. El Empirismo inglés rechazo lo que la corriente racionalista admitía y ponía como fundamento de la especulación, la doctrina del espíritu como pensamiento puro según las “ideas innatas”, pues tal concepción se opone el principio empirista del origen experimental, “a posteriori”, del conocer.

En la época de Hume, el modelo newtoniano es ciencia empírica. El empirismo de Hume finca su atención, no solo hacia la manera y el fundamento de nuestro conocer, sino también hacia una ciencia empírica del hombre. Caso su Tratado de la naturaleza humana, no es otro su objetivo lograr en el mundo de la moral lo que Newton logra en el mundo de la física. Sus investigaciones se centran no solo en el estudio del entendimiento sino también en el de las pasiones y la moral.

El triunfo del materialismo sobre el espiritualismo fue en el siglo XVIII, en Europa. La influencia mas clara se dio en el empirismo inglés y en el deísmo que ahora pasamos a ver.

Según Manuel Garrido, en su estudio preliminar del libro de Hume “Diálogos sobre la religión natural”, en el inicio de la Edad Moderna la filosofía y la ciencia se rebelan contra el estado de servidumbre a la fe, cuya unidad, por otra parte, dejó maltrecha la revolución protestante. Bacon, Galileo y Descartes, las tres grandes figuras del pensamiento filosófico y científico que establecieron en las primeras décadas del siglo XVII el pórtico de la modernidad, documentan esta ruptura.

Pero en el siglo XVIII el panorama espiritual cambia de semblante. El modelo moderno de la racionalidad ha alcanzado ya su fase de madurez, y los tres principales artífices son, Locke, Newton y Leibniz, que propugnarán la alianza, no la ruptura, entre la razón y la fe.

En el siglo XVIII, un diccionario de la época, el de Samuel Johnson (1755), define al “deísta” como “hombre que se limita a reconocer la existencia de Dios, sin más artículos de fe”. Esta breve imagen sitúa al humano así a mitad de camino entre el ateo y el cristiano. Al admitir la existencia de Dios, el deísta no se opone al cristiano, sino al ateo; así se opusieron por ejemplo, Voltaire y Rousseau, ambos deístas, al ateísmo de los filósofos de la Enciclopedia, como Diderot y D’Alembert. Pero al negarse a admitir cualquier repertorio de dogmas añadido a la existencia del Ser divino, el deísta se opone también al cristianismo.

Del desacuerdo que esa actitud suscita en el creyente da testimonio Pascal al escribir en sus Pensamientos, que ateísmo y deísmo “son dos cosas que la religión cristiana aborrece casi por igual”.

De las diferencias entre los términos deísta y teísta —empleados aquí de manera indistinta— circulantes por entonces, Manuel Garrido hace referencia a que etimológicamente son palabras sinónimas, pues la primera procede del latín deus (“dios”) y la segunda del griego théos, que significa lo mismo. Digna de mención es esta distinción de la cual se hace eco Kant, en la “Crítica de la razón pura”:


El “deísta” está de acuerdo en que podemos adquirir por la sola razón el conocimiento de la existencia de un ser originario, mas nuestro concepto de semejante entidad no pasa de ser puramente “trascendental”, es decir al que corresponde toda realidad, sin que podamos determinarlo más; el “teísta afirma” que la razón, apoyándose en la analogía de la naturaleza, es capaz de determinarlo más de cerca: como un objeto que contiene en sí, por su entendimiento y libertad, el principio primero de todas las demás cosas” (Kant, Crítica de la razón pura, “Crítica de toda teología”)

Así los reclamos de la Revolución francesa y los manuales de historia de la filosofía y de la cultura presentan a Voltaire y a Rousseau como emblemas del deísmo. Aunque ambos prefirieron para sí la denominación de teístas. El deísmo presentaba dos dimensiones, una positiva y otra negativa. — La positiva se apoyaba en dos pilares:

1) Uno teórico, la prueba racional de la existencia de Dios como Causa primera del mundo; y

2) Otro práctico, la convicción de que la ley moral es universal, común a los hombres de todas las razas, pueblos y épocas. — En su dimensión negativa el deísmo se orientaba, como crítica de la superstición, a desacreditar el repertorio de dogmas de las religiones reveladas, principalmente el cristianismo.

No obstante, y a modo conclusivo, apunta Garrido, cómo Hume ha originado dos grandes revoluciones en filosofía. Una sería su convicción de que el árbitro supremo de nuestras proposiciones generales sobre el mundo no es la razón (racionalismo), sino la experiencia (empirismo). Otra, igual de importante en la que el objeto del presente estudio se refiere, serían sus dudas de que pueda conocerse a Dios por una sencilla extrapolación de la experiencia natural y científica.

Acaba el mencionado estudio de manera categórica diciendo que: “con ello, Hume, dio visos de fábula a la perpetua verdad y belleza que Voltaire y Rousseau creyeron ver en la religión natural.”

La innovación fundamental de Hume en la teoría del conocimiento es su distinción entre impresiones e ideas, la relación que existe entre unas y otras y la posibilidad de que las ideas se asocien entre sí.

Una impresión es una percepción que, por ser inmediata y actual, es viva e intensa, mientras que una idea es una copia de una impresión, y por lo mismo no es más que una percepción menos viva e intensa, que consisten en la reflexión de la mente sobre una impresión; tal reflexión se hace por la memoria o imaginación. Pero, además, las ideas se relacionan entre sí por una especie de atracción mutua necesaria entre ellas: por semejanza, por proximidad y por causalidad. Igual como en el universo de Newton la atracción explica el movimiento de las partículas, en el sistema filosófico de Hume las ideas simples se relacionan — se asocian— entre sí por una triple ley que las une.

En el conocimiento de lo que él denomina cuestiones de hecho, la relación de causalidad ejerce una función fundamental: síntesis de las dos leyes anteriores, semejanza y contigüidad, es ambas cosas a la vez (ha de haber semejanza entre causa y efecto, y es necesaria una contigüidad en el espacio y el tiempo entre causa y efecto)
más la costumbre, o hábito, de generalizar en forma de ley, o enunciado universal, las sucesiones de fenómenos que suceden regularmente en el tiempo.

La exigencia básica de que a toda idea ha de corresponderle una impresión para que tenga sentido, o para que a la palabra le corresponda una idea con un contenido verdadero, se constituye en el instrumento ineludible de la crítica que instituye a todos los conceptos fundamentales de la filosofía tradicional: causalidad, sustancia, alma, Dios (idea importante y objeto del presente trabajo) y libertad. “¿A qué impresión — se pregunta Hume— corresponde cada una de estas ideas?”.

Frente a la dogmática seguridad que exige y pretende haber hallado el racionalismo, el empirismo ofrece la razonabilidad del conocimiento probable y de los límites del desconocimiento.

LA FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN EN HUME

Hume se apoya en la teoría empírica de la “tabula rasa” que se citó arriba de John Locke, y que contrariamente a la doctrina cartesiana de las ideas innatas, el hombre parte de una “tabla rasa”, de un papel en blanco donde a través de la experiencia se van quedando grabadas las impresiones. Esto sería aplicable, tanto a la idea de Dios, como a toda concepción religiosa que pueda existir en la humanidad; quizás sea la obra en la que Hume más extensamente investiga sobre el hecho religioso en sus orígenes y posterior génesis es en la “Historia natural de la religión”, obra fundamental junto con los ya mencionados “Diálogos sobre la religión natural”, en la que estudia en ella dichos inicios de la humanidad en la creencia religiosa.

De acuerdo con lo que opina James Noxon, en dicha obra considera el hecho religioso no en su valor de verdad, sino en su génesis y en sus causas; es decir, desde el punto de vista más propiamente empírico de lo que hoy llamamos la psicología, la antropología y la sociología de la religión.

Hume percibe en esa obra que, de acuerdo con el progreso natural del pensamiento humano, las “ignorantes multitudes” tuvieron que adoptar en primera instancia una noción “tosca” y familiar de los poderes superiores, antes de alcanzar la idea de un Ser perfecto, ordenador de todo el sistema de la naturaleza.


Esa noción “tosca” a la que Hume alude es el politeísmo antiguo, puesto que de haber sido llevados los hombres a un entendimiento a través de la contemplación de las obras de la naturaleza, entonces no habrían podido alojar otro concepto que no fuese el de un ser único y singular que dio existencia y orden a este inmenso universo, que ajusta todas sus partes según un plan o sistema.

Al no ser así, Hume concluye que las nociones que abrazaron el politeísmo, lo hicieron no por la contemplación de la naturaleza, sino por la preocupación de los sucesos de la vida. Así la concepción de este autor sobre el universo, se basa en que es un todo, constituido por “piezas” que se ajustan. Un designio preside el todo y esta uniformidad lleva a la mente a reconocer un solo autor. Como apunta él mismo en su “Investigación”: el principal y único argumento para probar la existencia Divina radica en el orden de la naturaleza... Hay que reconocer que este argumento va de los efectos a las causas. Por el orden de la obra se infiere que ha debido de existir un proyecto y un plan en el agente. Si no se establece este punto, hay que reconocer que fallan las conclusiones y no vale pretender establecer las conclusiones con una mayor amplitud de lo que exigen los fenómenos de la naturaleza. Éstas son las concesiones y deseos hacer ver las consecuencias” (“Investigación sobre el conocimiento humano” , 11, 105, pp. 135-136). A este respecto F. Copleston se pregunta: “¿Cuáles son dichas consecuencias? En primer lugar, no es permisible, cuando se deduce una causa de un efecto, atribuir a la causa otras cualidades que las que son necesarias y suficientes para producir el efecto. En segundo lugar, no se puede empezar a partir de la causa deducida y deducir otros efectos además de los ya conocidos”. Como pudieran ser, en el caso de la deidad - causa, los atributos morales (bondad, justicia, etc.). Éstos, en ningún caso son deducidos de la deidad. Por tanto, adscribir un efecto singular a la combinación de varias causas, no es, desde luego, una suposición natural y obvia.

La conclusión de la manera un tanto “tosca” en que la humanidad primeramente creyó, dio lugar a que cada acontecimiento natural estuviera gobernado por algún agente en posesión de inteligencia. Nada, pues, pudo suceder en cualquier faceta de la vida que no estuviera sujeto a oraciones o a “acciones de gracias” determinadas.

La infinita ansiedad por la conquista de la felicidad, el miedo a desdichas futuras, el terror, la muerte, la satisfacción de las necesidades más perentorias, etcétera, serían estas pasiones que directamente afectan a la vida humana las mismas que afectarían a aquellos “bárbaros”: viviendo en la total ignorancia de que el orden del universo es gracias a un ser perfecto. De esto se colige que la idea de Hume, es que en momentos de terrible aflicción es cuando más se recurre a la creencia Divina.

“No hay método más popular entre los teólogos, para hacer que los hombres tengan el debido sentido religioso, que el de mostrar las ventajas de la aflicción; la aflicción domina y somete la confianza y la sensualidad, las cuales, en tiempos de prosperidad, hacen que los hombres olviden que hay una Divina Providencia”. “Cuando la religión se apoyaba enteramente en el carácter y en la educación, se pensaba que era adecuado fomentar la melancolía, pues, efectivamente, nunca recurre el hombre con más prontitud a poderes superiores que cuando se halla en esa disposición de animo.” Este “procedimiento”, habría sido empleado tanto por las religiones antiguas como por las modernas. La opinión de Hume era que la religión tenía su origen en pasiones tales como el temor al desastre y la esperanza de ventajas y mejoras cuando estas pasiones se dirigen hacia algún poder invisible e inteligente. En el curso del tiempo los hombres han intentado racionalizar la religión y encontrar argumentos a favor de la fe, pero la mayoría de estos argumentos no resistirían un análisis crítico. Esto es lo que creía de los argumentos de Locke, Clarke y otros metafísicos.

Continuando con el politeísmo y su relación con el todo, Hume asienta a que el vulgar politeísta, lejos de admitir la existencia de la Divinidad inteligente causante de todo el universo en su exacto orden, santifica cada parte del universo, creando así la propensión a detenerse en objetos sensibles y visibles. Unen así, lo invisible con algún objeto visible a modo de materialización simbólica representando a la deidad de turno.

Tanto la alegoría — que tiene su lugar en la mitología pagana y Hume considera como producto de la ignorancia— como las obras de pintores, poetas, etc., magnificaron al máximo dichas deidades.

Hume cree claramente que los hombres llegaron al teísmo no a través de la razón, sino a través de una manera de pensar más adecuada a su genio y capacidad. En la medida en que las, anteriormente mencionadas, aflicciones, vayan en aumento, los seres humanos inventan poco a poco nuevas fórmulas de adulación: “Y de este modo irán procediendo, hasta llegar a la infinitud, más allá de la cual no cabe ulterior progreso. Y bueno será si, en su esfuerzo por llegar más lejos y representarse un ser de magnífica simplicidad, no caen en un misterio inexplicable y destruyen la naturaleza inteligente de su dios, la única en la que puede basarse adoración racional alguna. Cuando se limitan a la noción de un ser perfecto, creador del mundo, coinciden, de pura casualidad, con los principios de la razón y de la verdadera filosofía; pero no son llevados a esa noción por procedimientos racionales —de los cuales son, en gran medida, incapaces—, sino por la adulación y por los miedos que en ellos provoca la más vulgar superstición.” (“ Historia natural de la religión”. Sección VI: Origen del teísmo a partir del politeísmo, pp., 44-45).

Por tanto, a través de esa tendencia a ensalzarlos, esos seres pronto tendrán como características la infinitud, la unidad, la espiritualidad, etcétera. Aquí observa Hume un cierto “flujo y reflujo” del politeísmo al teísmo y viceversa, al necesitar creer — y al tener su creencia una base tan poco consistente— en cosas “más sencillas”. Por ello volverían los seres humanos a la idolatría, algo que tanto el judaísmo como el islamismo (en palabras de Hume, comprensibles para su época, “mahometanismo”) serían las grandes religiones que han sabido ver dicho “flujo y reflujo”, convirtiendo en prohibidas todas las representaciones materiales, a modo de salvaguarda de su teísmo.

Concluye, y de ello se hace eco Copleston, que el paso del politeísmo al monoteísmo trajo consigo un aumento de la superstición, intolerancia, dogmatismo y, por tanto, sectarismo religioso. Sobre todo teniendo en cuenta que la”ignorancia es la madre de la devoción”, pero que el pueblo que carezca enteramente de religión, estará muy cerca de los “brutos”. “¿Qué cosa más pura — se pregunta— que ciertos consejos morales incluidos en algunos sistemas teológicos? Y, sin embargo, ¿podrá haber algo tan corrompido como algunas prácticas a las que dichos sistemas han dado lugar?” (“Historia natural de la religión”. Sección XV: “Corolario general”, pp., 114 -115).

La incertidumbre y la suspensión de juicio (la “epokhé” definida de forma tan precisa por Sexto Empírico, en sus “ Esbozos Pirrónicos”) son presentados como el resultado de nuestras indagaciones sobre la religión.

Siempre nos queda, mientras los dogmáticos siguen enzarzados en disputas superfluas, el refugio en la filosofía y las dudas a que la misma nos somete: verdadera declaración de intenciones escéptica. Alfred J. Ayer Hume hace notar acertadamente, que no intenta conectar la moral y la religión — como hemos visto, a la deidad como causa no se le pueden atribuir más efectos de los que de ella se infieren—, sin duda porque vio que la moral no puede estar fundada en ninguna forma de autoridad, por muy poderosa que sea, aunque la creencia religiosa pueda operar — como acabamos de ver en la última cita textual de Hume— como sanción a través de sus efectos sobre las pasiones.

En esa vía de argumento, Copleston cree también que Hume opina que el mundo, tal como lo conocemos, postula indudablemente una causa inteligente; es decir, podemos inferir la existencia de dicha causa, pero no nos es ilícito postular que la causa posee otros atributos, como serían las cualidades morales, o que puede producir otros efectos que los que conocemos. Si posee otros atributos, es algo que no sabemos.

Es aceptable señalar aquí, que algunos autores han achacado a Hume un “emotivismo moral”, puesto que a su entender, las ideas de lo que está bien (bondad) como lo que está mal, son descubiertos por los seres humanos a modo de pulsión, en el momento oportuno. Ahí, donde entraría ese sentimentalismo o emotivismo, es donde los seres convendríamos en juzgar los mismos asuntos.

“Se trata de una operación del alma tan inevitable, cuando estamos así situados, como sentir la pasión de amor, cuando sentimos beneficio, o la de odio cuando se nos perjudica. Todas estas operaciones son una clase de instinto natural que ningún razonamiento puede producir o evitar.” (“Investigación sobre el conocimiento humano”. Sección 5, parte I. Alianza, Madrid 1994, p. 70)

En cuanto a la deidad, sirva como ejemplo la determinación a la que llega — por boca de Filón y como más adelante veremos— concluyendo que la hipótesis de que el “divino arquitecto” no posee ni bondad ni malicia moral es más probable que cualquiera de las hipótesis rivales.

De todas maneras y volviendo a la tesis de J. Ayer Hume, estaba menos interesado en la utilidad de la creencia religiosa que en sus pretensiones de verdad. Como fuere, Hume trata sobre los preceptos morales con respecto al hecho religioso, afirmando — por ejemplo— que el suicidio no puede ser un acto criminal, puesto que si así fuera, sería una transgresión de nuestro deber frente a Dios, frente al prójimo o frente a nosotros mismos.

Así, para probar que el suicidio no es una transgresión de nuestro deber hacia Dios, Hume distingue en que Dios para gobernar el mundo “material”, ha establecido leyes generales e inmutables por los cuales todos los cuerpos se mantienen en su propia función y en su terreno.

El mundo “animal”, para poderlo gobernar, ha sido dotado de poderes corporales y mentales; comprobables en todas las criaturas vivas: los sentidos, pasiones, apetitos, memoria y juicio que rigen sus vidas. Pero la naturaleza continúa su progreso y operación, y, si las leyes generales han podido ser rotas en un acto voluntario (en una “volición”) de Dios, es de una manera que escapa a nuestra observación. Es decir, no es empíricamente comprobable.

Es radicalmente falso, entonces, que la deidad se guarde para sí disponer de las vidas de los hombres, puesto que tal opción está reservada para las leyes generales de la naturaleza por él determinadas. Debe ser un hecho, por tanto, subordinado a las leyes por las que el universo se gobierna.

Por tanto, la vida humana depende de las leyes generales de la materia, ya mencionadas, y cada cual puede emplear legítimamente ese poder que la naturaleza le confiere: la libre disposición de la propia vida. En consecuencia, los hombres no invaden el dominio de la providencia perturbando o alterando estas leyes generales.

Cita Hume a Séneca convenientemente: “Demos gracias a Dios de que nadie pueda ser retenido en vida contra su voluntad.” (Séneca, “Cartas morales a Lucilio”, xii).
En cuanto a las posturas religioso-dogmáticas a las cuales — desde el principio del presente aporte y obviamente— Hume se está enfrentando, apunta que si fuese criminal poner en peligro una vida que no fuese propia, también sería de idéntica manera si el héroe arriesga su vida por valores altruistas y nobles. Pero entonces tampoco habría que llamar hereje a quien pusiera límites a su vida por los mismos o parecidos motivos.

“Cuando el horror al dolor prevalece sobre el amor a la vida; cuando una acción voluntaria anticipa el efecto que producirían causas ciegas, es sólo consecuencia de esos poderes y principios que ha implantado Dios en sus criaturas. La divina providencia está todavía inviolada y permanece muy lejos, más allá del alcance de la ofensas humanas.” (“De los prejuicios morales y otros ensayos”: “Del Suicidio”, p. 61).
Y concluye diciendo que, si el suicidio fuera un crimen, sólo sería achacable a la cobardía. “Creo que nadie desprecia la vida mientras valga la pena mantenerla” en “Del Suicidio”, p. 64).

Para la “superstición europea”, es impío poner un límite a nuestra propia vida y, por tanto, rebelarse contra nuestro creador. Pero Hume ejemplifica el cómo nosotros empleamos nuestros poderes de la mente y del cuerpo, dados supuestamente por la deidad, para provocar innovaciones en el curso de la naturaleza. (Cambiar el curso de un río, construir casas, etc.) Todas ellas, por tanto, son igualmente inocentes o igualmente criminales.

Otro ejemplo que Hume investiga es el de la inmortalidad del alma. Si el alma es inmortal, debió existir antes de nuestro nacimiento y, si el estado primero de la existencia de ningún modo nos concernió directamente, tampoco lo haría el segundo.
Pero considerando los argumentos morales, principalmente los que se derivan de la justicia de Dios, que se supone más interesada en el futuro castigo de los malvados y en la recompensa de los virtuosos; Hume hace un auténtico alegato tanto contra la superstición, como contra quien vive de ello atemorizando a los seres humanos bajo el pretexto de un futuro incierto y juzgable en el “mas allá”. Sobre el mismo tema versa en parte, el diálogo entre Hume y un amigo escéptico en la Sección 11 “ De la providencia y de la vida futura” en la “ Investigación sobre el conocimiento humano”

En ella Hume afirma, replicando a su amigo, que la creencia en la existencia divina, puede hacer llegar a los hombres a conclusiones, puesto que éstas suponen un freno sobre las pasiones humanas, luego tiene el influjo sobre la vida de las personas que su contertulio niega.

A ese freno sobre las pasiones se refiere mencionando la creencia en una Deidad que castigará las malas acciones y premiará a la virtud, sin duda, concediéndole más recompensas que las que aparecen en el curso normal de la naturaleza.

Pero si hay un tema realmente interesante en la “Investigación”, éste sería el problema que plantean los milagros. Hume define explícitamente el milagro como “la transgresión de la ley de la naturaleza por una volición particular de la Deidad o por la interposición de algún agente invisible”.La evidencia de la “ verdad cristiana”, por tanto, es todavía menor que la evidencia de la verdad de nuestros sentidos, porque fue así incluso en los primeros autores de dicha religión, no digamos entonces en sus discípulos: no se puede confiar en el testimonio de éstos como en el objeto inmediato de nuestros sentidos. Por consiguiente, dar verosimilitud a “la doctrina de la presencia real”, aunque ésta estuviera claramente revelada en la Sagrada Escritura, sería algo contrario a las reglas del razonar justo y a la experiencia sensible.

“Un hombre sabio adecua su creencia a la evidencia”, nos dirá Hume posteriormente.
Por tanto, no debemos hacer una excepción, en cuanto a los testimonios de milagros y a su verdad, con respecto al principio general de que ningún objeto tiene una conexión con otro que pueda descubrirse, y que todas las inferencias demostrables que podemos sacar del uno al otro, están fundadas en nuestra experiencia de regularidad y constancia; es decir, de su conjunción constante.

Así, como la evidencia se deriva de testigos y testimonios humanos, se funda en la experiencia pasada y, por tanto, varía con el tiempo. Hemos de dudar, consecuentemente, de una cuestión de hecho cuando los testigos se contradicen. Pero cuando el hecho que se atestigua rara vez ha sido observado por nosotros, entonces hay una lucha entre dos experiencias opuestas, una de las cuales anula la otra. La conclusión a la que llegamos es que “ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a no ser que el testimonio sea tal que su falsedad fuera más milagrosa que el hecho que intenta establecer; e incluso en este caso hay una destrucción mutua de argumentos, y el superior sólo nos da una seguridad adecuada al grado de fuerza que queda después de deducir el inferior.” (“Investigación sobre el entendimiento humano”, Sección 10: “De los milagros”, p. 154).

Pero eso sería dando una teoría en la cual el milagro se basara en una demostración completa, algo que, desde luego, nunca ha ocurrido: ningún milagro ha sido atestiguado por un número suficiente de hombres de buen sentido y con educación y conocimientos suficientes. Si además se añade al espíritu religioso cierto gusto por el asombro, finiquitamos el sentido común y las pretensiones de autoridad del testimonio humano. Además Hume destaca el hecho de que cuando los diferentes sistemas religiosos se enfrentan entre sí, desacreditan los milagros en los cuales se fundamentan, de modo que los prodigios de las distintas religiones han de considerarse como hechos contrarios, y las evidencias consecuentes, fuertes o débiles, como opuestas entre sí. Aquí parece salir a flote en Hume, sus estudios — “forzados” por su familia— de Derecho: ¿acaso un juez no desacreditaría ante testimonios encontrados, la primera versión?

Pero, desgraciadamente, el “populacho” embelesado acoge ávidamente y sin examen posible, lo que confirma la superstición y crea el asombro. Y, de nuevo, hay que recordar que aunque el Ser al que se adscribe el milagro fuera el Todopoderoso, no se hace más probable por esto, pues nos es imposible conocer sus atributos y acciones sólo por la experiencia que tenemos de sus obras en el curso normal de la naturaleza.

Por tanto, y después de citar a Bacon: “... ha de considerarse sospechosa toda relación (de los prodigios) que dependa de algún grado de la religión”, concluye que nuestra más sagrada religión debe fundarse en la fe, no en la razón, y es un modo seguro de arriesgarla el someterla a una prueba que no está capacitada para soportar.

Algo bien visto por Noxon: “ la razón juzga de cuestiones de hecho o de relaciones”.

Así para Gilles Deleuze, “la religión es la extensión de la pasión, la reflexión de las pasiones en la imaginación. Pero con ella las pasiones no se reflejan en una imaginación ya fijada por los principios de asociación de manera tal que sea posible lo serio. Hay religión cuando se reflejan, por el contrario, en la imaginación pura, en la mera fantasía. ¿Por qué eso? Porque por sí misma y en su otro aspecto la religión es solamente el uso fantasioso de los principios de asociación, semejanza y causalidad.

Por tanto, creer en los milagros es una creencia falsa, pero también un verdadero milagro”. Así, irónica y magistralmente, Hume estima que: “la religión cristiana no sólo fue acompañada al principio por milagros, sino que aún hoy no puede creer en ella una persona razonable sin que se dé uno. La mera razón es insuficiente para convencernos de su veracidad y quien sea movido por la fe a asentir a ella es consciente en su persona de un milagro constante que perturba todos los principios de su entendimiento y le confiere la determinación a creer lo que es más opuesto a la costumbre y a la experiencia.” (“Investigación sobre el entendimiento humano”. Sección 10: “De los milagros”, p. 173)

Es una buena ocasión para recordar las raíces filosófico-empíricas de la mano, de nuevo, de Sexto Empírico: “Pero si cuidara de todas las cosas [Dios], no habría en el Mundo nada malo ni maldad. Sin embargo, dicen que todo está lleno de maldad. (...) Y si cuida de algunas, ¿por qué cuida de unas sí y de otras no? En efecto, o quiere y puede cuidar de todo, o quiere pero no puede, o puede pero no quiere, o ni quiere ni puede. (...) Por consiguiente, Dios no cuida de las cosas del Mundo.

Pero si no ejerce el cuidado de nada ni hay obra ni efecto suyo, nadie podrá decir de dónde aprehende que Dios existe, si realmente ni se hace patente por sí mismo ni puede aprehenderse por ninguno de sus efectos. En consecuencia, también por eso es inaprehensible lo de si Dios existe.

Y de ello concluimos que hasta es probable que quienes dicen de forma tajante que Dios existe se vean forzados a incurrir en impiedad. En efecto, si dicen que cuida de todo estarán afirmando que es la causa de los males; y si dicen que cuida de algunas cosas o de ninguna se verán forzados a decir que Dios es o perverso o débil; y eso es claramente de impíos.” Estas conclusiones se ven claramente reflejadas en la obra póstuma — a deseo del propio Hume— “Diálogos sobre la religión natural”. En ella, Pámfilo cuenta a Hermipo, una conversación entre Cleantes (representante del deísmo), Demea (defensor del cristianismo ortodoxo) y Filón (que esgrime el punto de vista escéptico).

Hume pone en boca de Filón su propio punto de vista (algo así visto tanto por Manuel
Garrido, como por Gaskin, Copleston y otros compiladores e investigadores).
Repárese en el paralelismo absoluto de Hume con las reflexiones de Sexto Empírico antes reseñadas: “Admitimos que el poder de Dios es infinito; todo lo que él quiere se ejecuta; pero ni el hombre ni ningún otro animal es feliz; por tanto, él no quiere la felicidad de éstos. Su sabiduría es infinita; jamás yerra al elegir los medios para un fin; pero el curso de la naturaleza no tiende a la felicidad humana o animal; por tanto, no ha sido establecido para este propósito.(...) Las viejas cuestiones de Epicuro continúan sin encontrar respuesta. ¿Quiere él prevenir el mal, pero no puede?, entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere?, entonces es malévolo. ¿Puede y quiere?, entonces ¿de dónde sale el mal?” (“Diálogos sobre la religión natural”. Parte X: pp. 148-149).

La réplica, lógicamente, no tarda en llegar y Demea expone que el único método para admitir la benevolencia Divina “y es el que yo voluntariamente adopto”— dice consistiría en negar totalmente la miseria y la maldad del hombre. Tacha de exageradas, melancólicas y ficticias las “representaciones” de Filón, además de asegurar que la salud se impone en este mundo a la enfermedad y el placer al dolor. Admite su postura el escéptico Filón, pero la ve como “extremadamente dudosa”, pues el dolor, aunque sea más infrecuente que el placer, es inmensamente más perdurable y violento, así como hace ver la brevedad y dificultad del sentimiento de placer.

Pero hete aquí que Filón amonesta a Cleantes (recordemos, el defensor del deísmo) echándole en cara que aunque pudiera probar que la felicidad domina a su antítesis en el mundo animal, o al menos, en el mundo humano, esto no probaría el por qué hay miseria en el mundo.

Filón no cree que sea por puro azar y lo dice con firmeza: “¿Es por intención de la Deidad? Pero ésta es absolutamente benévola. ¿Es contraria a su intención? Pero la Deidad es omnipotente. Nada puede quebrar la solidez de este razonamiento (...) estas materias exceden toda capacidad humana, y que nuestras comunes medidas de verdad y falsedad no les son aplicables”. (“Diálogos sobre la religión natural”. Sección X, p. 153).

Aún así, Filón admite que el dolor o la miseria en el hombre pueden ser compatibles con el poder y bondad infinitos de la Deidad. Pero recrimina a Cleantes el hecho de que: “ Tienes que probar estos puros, inmixtos e incontrolables atributos a partir de los mezclados e impuros fenómenos presentes, y sólo a partir de ellos. (...) Pero ni aunque tales fenómenos fuesen puros e inmixtos, serían suficientes, dado que son finitos, para semejante propósito. ¡Cuanto más siendo, por añadidura, tan estridentes y discordantes!”. (“Diálogos sobre la religión natural”. Sección X, p. 153).
Por tanto, no podemos conocer la infinita benevolencia aunada con el infinito poder y la infinita sabiduría que únicamente nos es dado con los ojos de la fe.
Como vimos anteriormente, Hume considera que la única manera de probar la existencia divina radica en el orden de la naturaleza, yendo por consiguiente, de los efectos a las causas.
Consiguientemente y como apunta en los “Diálogos”, lo fundamental es descubrir la naturaleza y no la existencia de Dios: “Cuando los hombres razonables tratan de esta materia, la cuestión no puede versar nunca sobre el ser, sino sólo sobre la naturaleza de la Deidad”.

No obstante, y de manera taxativa, Hume llega — a través de Filón— a una conclusión
que se intuye: “(...) y, es que, por compatible que pueda ser el mundo, si se aceptan ciertas suposiciones y conjeturas, con la idea de un Supremo poderoso, sabio y benévolo, jamás nos brindará una inferencia concerniente a la existencia de tal Deidad.
Lo que se niega absolutamente no es esa compatibilidad, sino sólo la deducción. Las conjeturas, especialmente si excluyen la infinitud del repertorio de divinos atributos, pueden tal vez ser suficientes para probar la mencionada compatibilidad, pero jamás pueden ser fundamento de ninguna inferencia.” (“Diálogos sobre la religión natural” Tecnos: Madrid. 1994. Parte XI, p. 158).

Es decir, podemos creer en la buena armonía del mundo con la idea de un Dios amable, pero tal idea no nos ofrece una conclusión satisfactoria sobre la existencia o no de tal Dios, aunque incluso excluyéramos los enormes atributos divinos.

CONCLUSIÓN

Es de estar de acuerdo con la encendida defensa que Manuel Garrido hace en su estudio preliminar de los “ Diálogos sobre la religión natural”, criticando al positivismo lógico que en la actualidad, habría vendido la imagen de un Hume únicamente interesado por la ciencia y la metafísica. De la crítica tampoco se escapa J.
Ayer, a quien echa en cara hacerse eco a modo concluyente del pasaje en que Hume dice: “Cuando recorremos las bibliotecas persuadidos de estos principios, ¿qué estragos no hemos de hacer? Si tomamos en nuestra mano cualquier volumen sobre, por ejemplo, la divinidad o la metafísica escolástica, preguntemos, ¿contiene algún razonamiento abstracto relativo a la cantidad y el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental relativo a asuntos de hecho y de experiencia? No. Encomendémoslo entonces a las llamas, pues no contiene sino sofistería e ilusión.” (“Investigación sobre el entendimiento humano”. Sección 12, p.165).

Reconociendo que las obras más conocidas de este gran filósofo escocés, son el “Tratado sobre la naturaleza humana” y la “Investigación sobre el conocimiento humano” (cuya sección X, como se ha visto, contiene un admirable y penetrante análisis sobre los milagros) son afines al positivismo lógico, hay que reconocer que su “escepticismo mitigado”, así como las diferentes obras que en este encargo se emplean, se infiere que Hume proporcionó una importancia apreciable al hecho religioso.

Regresando al “escepticismo mitigado” — Gaskin habla de un “deísmo atenuado” —, en los “ Diálogos” dice que si todo el edificio teológico se resuelve en la máxima “ la causa o causas del orden en el universo probablemente guarda alguna remota analogía con la inteligencia humana”, — máxima que considera, obviamente, como “ ambigua” e “ indefinida” — ; y que de dicha máxima no habría constancia ni en la vida humana, ni la analogía pudiera ser llevada a la inteligencia humana, ni transferida con algunos visos de probabilidad a las otras cualidades de la mente: entonces “¿qué más puede hacer el más inquisitivo, contemplativo y religioso de los humanos sino es conceder, cuantas veces aparezca, un llano sentimiento filosófico a tal proposición y creer que los argumentos en los que se basa excederán a las objeciones esgrimidas contra ella?” (“Diálogos sobre la religión natural”. Parte XII, pp. 187-188).

En la época en que le tocó vivir a este connotado filósofo, Hume, a pesar de no ser creyente, no encontró reclinatorio ni en el bando deísta, ni en el ateísta. Para él, el ateísmo es dogmático.

Mientras se le tildaba en Inglaterra de exceso de ateísmo, en Francia se le acusaba directamente de lo contrario.

El hecho es que Monseñor Nicole atacó a los protestantes tratando de hacer ver la imposibilidad de que la gente pueda llegar a convencerse de su propia religión sirviéndose de su juicio privado, al requerir ello infinitas disquisiciones, razonamientos, investigaciones, erudición, imparcialidad y penetración, que ni “ ni siquiera uno entre cien individuos instruidos sería capaz de lograrlo”.

Monseñor Claude y los protestantes respondieron — según Hume— no resolviendo las dificultades — que a nuestro autor le parece que sería imposible— sino volviéndolas contra él, lo que no dejaría de ser extremadamente fácil.

Los protestantes mostraron que para alcanzar la vía de Autoridad en que tanto insisten los católicos, se requería un proceso de razonamiento y gran erudición, suficiente para un protestante. Habría, por tanto, que probar las verdades de la religión natural: el fundamento de la moral, la divina autoridad de la Iglesia, la tradición de ésta. “ (...) la comparación de estos controvertidos escritos [en la polémica entre protestantes y católicos] dio en algunas mentes origen a la idea de que no es a través del Razonamiento ni de la Autoridad como llegamos a conocer nuestra religión, sino a través del Sentimiento. “ ( “ Escritos epistolares”. Noesis: Madrid. 1998. p. 54).

Pero según todas las apariencias — prosigue Hume en su argumento— el sentimiento es igual en todos los seres humanos independientemente de donde estén situados geográficamente. Y ningún hombre sensato daría su asentimiento a ninguna de ellas, como no parta del principio general que dice que, como la verdad está fuera de estos asuntos, está también fuera del alcance de la capacidad humana y como, para una mayor tranquilidad, uno debe tomar una postura, ve Hume que hay una mayor propensión para mayor tranquilidad, de adoptar esa postura ciñéndose “a la Doctrina que primero se nos enseñó”.

Y concluye de nuevo de manera irónica y sutilísima: “ Contra esto no tengo nada que decir. Sólo haría la observación de que una conducta así se funda en el escepticismo más universal y declarado, junto con un poquito de indolencia. Pues un mayor grado de curiosidad y de afán inquisitivo hace que demos un giro directamente opuesto, partiendo de los mismos principios (...)”. (“Escritos epistolares”. Noesis: Madrid. 1998. p. 54).

En otra larga carta — por lo cual tiene la deferencia de excusarse a su remitente William
Mure de Caldwell [33]— escribe de la inconveniencia de las oraciones. “Ahora bien, el uso de cualquier figura de lenguaje nunca puede ser un deber. (...) esta figura, como la mayoría de las figuras retóricas, contiene una impropiedad evidente. Pues no podemos usar una expresión — ni siquiera un pensamiento— en oraciones y súplicas, que no impliquen que dichas oraciones y súplicas tengan una influencia. (...) esta figura es muy peligrosa y lleva directamente (...) a la impiedad y a la blasfemia. Es una debilidad natural de los hombres imaginar que sus oraciones tienen una influencia directa; y esta debilidad está por fuerza extremadamente fomentada y cultivada por el uso constante de la oración. Así, todos los hombres prudentes han excluido de la oración el uso de imágenes y representaciones, a pesar de que éstas avivan, ciertamente la devoción. Porque la experiencia muestra que, con la gente común, estas representaciones visibles atraen demasiada atención y llegan a convertirse ellas mismas en objetos de devoción.”
Esta última referencia es muy interesante y conveniente al hilo argumental del presente trabajo, pues se refiere a ese peligro de “ flujo y reflujo” del politeísmo al teísmo y viceversa a que se refería Hume al principio de su “ Historia natural de la religión”. Es importante hacer notar, el ejemplo que ponía de cómo judíos y “mahometanos” habían visto el problema de la idolatría a través de la representación de imágenes.

Por tanto, en el cristianismo, serían tanto la oración, como las “deidades intermedias” como santos, ángeles, arcángeles, vírgenes, etc., el problema de acabar dirigiendo los creyentes su devoción hacia los mismos.

Siguiendo con su escepticismo mitigado de una manera más genérica, hay que decir que si los antiguos escépticos dividían sus opiniones entre “pirrónicos” y “académicos”, estos últimos más moderados, Hume se identificó con los segundos, como queda claro en la última Sección de la “Investigación sobre el conocimiento humano”. [34] En dicha obra, Hume distingue entre escepticismo “antecedente” y escepticismo “consecuente”. El primero sería anterior a cualquier estudio filosófico, y un ejemplo podría ser la duda metódica cartesiana, que plantea una búsqueda de un primer principio de certeza infalible; el segundo es posterior a la ciencia y a la investigación. Mantener un escepticismo antecedente de forma exagerada — pirrónica— equivale a negar cualquier posibilidad de llegar a la certeza.

El escepticismo consecuente es el que, por tanto, hay que adoptar después de haber sometido a examen nuestras posibilidades cognoscitivas. Este escepticismo pone de manifiesto la imposibilidad de conciliar lo que creemos por sentido común y lo que sostenemos tras un examen filosófico de muchas cuestiones: por sentido común creemos que lo que vemos es lo que existe, pero la razón filosófica rechaza identificar nuestras representaciones con los objetos que representan; por otro lado, no disponemos de buenos argumentos para demostrar que nuestras percepciones o representaciones correspondan a los objetos reales.

Al hombre razonable le es necesario un escepticismo mitigado o “ académico”, que es el resultado de combinar un severo examen crítico de nuestras capacidades cognoscitivas con el sentido común y la reflexión.

Y así, hay que recordar que todos nuestros conocimientos se reducen a la relación de ideas, o lo que puede saberse por demostración, y a cuestiones de hecho, que fundamos en la relación de causa y efecto.

También queda clara su postura escéptica con respecto a los sentidos y a la razón en su, digamos, ópera prima: “Tratado de la naturaleza humana”.


Es digno resaltar que este magnífico autor, teniendo en cuenta las condiciones históricas en las que escribió. Un siglo XVIII en el que las disputas dogmáticas en Inglaterra, se contrastaban con las de la Francia prerrevolucionaria.

Hume influyó en su amigo Rousseau, con el cual mantuvo una turbulenta relación debido al carácter de este último, y de ello dan cuenta sus numerosas cartas.

Este escepticismo “académico” de Hume ha pasado a ser una de las posturas fundamentales de la filosofía neopositivista del siglo XX, pero es también una característica de todos aquellos filósofos que, desde Kant, han tendido a someter a examen a la razón humana.

El genial e intempestivo Nietzsche, llamó a los escépticos “los únicos filósofos honorables” en su obra autobiográfica “ Ecce Homo”.

“Supongamos, pues, que la mente sea, como se dice, un papel en blanco, limpio de toda instrucción, sin ninguna idea. ¿Cómo se llega entonces a tenerla? ¿De dónde se hace la mente con esa prodigiosa cantidad que la imaginación ilimitada y activa del hombre ha grabado en ella, con una variedad casi infinita? A estas preguntas contestó con una sola palabra: de la experiencia.” “Ensayo sobre el entendimiento humano”, “Historia natural de la religión”, Hume, Tecnos, 1998, Madrid, Sección II: “Origen del politeísmo”, p. 11.
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El deismo es simplemente aceptar que hay un dios porque no tenemos una mejor explicación del origen del universo. Eso era cierto en el siglo XVIII pero no hoy. La cosmología ahora puede explicar el origen del universo. El mismísimo Stephen Hawking pasó durante su vida de agnóstico a ateo cuando el mismo logró comprender el origen del universo.

Digame algo señor Darnel. Deme un argumento convincente para aceptar su dios y rechazar la fe del Islam.
 
Creo que a esta altura de mi participación en este Foro, he dejado suficientemente claro, que los cristianos creemos en un Dios, dueño y señor de la Creación, por fe, por principios bíblicos y religiosos, y por evidencias sólidas, que me parece he adelantado algunas. De manera que, las pruebas de laboratorio que Ud. y muchos otros buscan para que les prueben la existencia de ese ser Supremo, nunca las encontrarán. Primero: Porque no existen. Segundo: Porque Dios es un Ser Divino trascendente.
Si Ud. le cree al señor científico Hawking, es cosa suya, porque yo no le creo nada, su exposición para negar a Dios es insuficiente, éste señor, reconozco que es un científico, pero que, primero teorizo a favor de la existencia de Dios, y como eso le dio mucha plata, luego lo hizo en contra de la existencia de Dios, que también le ha deparado mucho dinero. Por eso, y porque sus argumentos son insuficientes, no le creo nada.
Tenia entendido que Ud. es ateo, pero ahora resulta que Ud. es de la fe Islamista.
Desde el inicio dije que es una necedad que se le pida al creyente en Dios pruebas de su existencia, y Ud. fue el primero que salió refutándome, y desde entonces estoy diciéndole lo mismo. No me pida esas pruebas a mí, pídaselas al Islam.
 
#1 en FACTURA ELECTRÓNICA
Alejandro221 simplemente esta picado porque no puede demostrar que la biblia describe a un Dios perverso.
Y tampoco puede demostrar que el islam es una religion agresiva ))))))))))

Él no es islamista, y no es ateo, el es teofobico porque odia a las religiones. Eso sucede ya que el pertenecio a una secta que lo engañaba y ahora piensa que todas las religiones del mundo son iguales a la secta esa en donde él estaba.
 

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