Se sentó sobre mí con total control de su cuerpo, sin penetrar aún. Estaba acostada sobre mí y hacía exquisitos movimientos circulares sobre mi pene erecto, de tal forma que su clítoris alcanzara a rozar la cabeza de mi verga. Hacia arriba y luego hacia abajo: no entraba y mantenía el suspenso. Podía sentir unas cuantas gotas desprenderse de su coño. No entraba, no se penetraba. Yo la sujetaba de la cintura casi clavándole las uñas; sabía que entraría. Teníamos varios encuentros sexuales usando ese maldito extirpador de placer de látex. No estábamos ebrios. Quería que se dejara caer sobre mi verga, pero ella sabía dilatar muy bien el placer; su danza me tenía durísimo. Seis u ocho veces que cogíamos con protección, hasta ahora. Entró: nuevamente creía en Dios. ¿Cómo es posible que el roce de unos vellos picosos, unos pliegos de piel y una pared carnosa y húmeda pudieran hacerme sentir tan vivo e indefenso? Me valía un rábano la razón. Elevaba su cuerpo y llegaba con precisión a una pulgada antes de que se saliera mi cabeza de su mojada cavidad; entonces bajaba mientras presionaba y chocaba con mi vientre. Era maravilloso. En los minutos a seguir apenas pude recordar que, aunque la quería y confiaba algo en ella, su historial sexual me resultaba prácticamente desconocido –y el de sus amantes, todavía más; y el de los amantes de sus amantes…– y por ello nos veníamos cuidando hasta que estuvieran las pruebas sanguíneas. –¡Maldita sea, Chinaski!–pensé. Mi cara debió cambiar a mal pues ella preguntó si me ocurría algo.
–¿Ya te riegas?
–No, pero ya casi. ¿Puedo regarme en tus tetas? Es mi cumpleaños.
–Eso me dijiste el mes pasado, tonto. Mejor en mi panza. Quiero ver la leche.
–Perfecto.
Cambiamos de posición. Nuevamente me había dejado vencer por una pasión, por un placer; el más maldito de los frenesís, el placer más voraz. Había resistido, pero ahora perdía la batalla. Sabía perfectamente que iba a dejarme coger por ella. Tal vez no. En todo momento sabía que no tenía el condón para protegerme. No habíamos terminado y aún tenía grabado la sensación de su apretada y placentera introducción de hacía unos momentos.
–¡Qué rica panocha tienes! –le dije, mientras la libido se me desintegraba a cada pensamiento de arrepentimiento.
–No le llames así. No me gusta. Suena vulgar.
–Discúlpame. ¿Cómo le llama la princesa a su vagina?
–Malú.
–¿Qué putada?
–(Entre risas y gemidos) Mi madre solía llamármelo así. Mejor dile “conejo”.
–Como sea. Qué bien come mi zanahoria tu conejo.
Nos besamos ricamente mientras mis caderas bajaban la velocidad y el ritmo de mi penetración anunciaban la roce final, y mis manos querían romper la almohada que sostenía su linda, rubia y chica cabeza. Su rostro era a veces feo y a veces atractivo, pero esa noche y, sobre todo, en ese momento estaba radiante. Tenía pequeñas gotas de sudor acumuladas en la frente que se precipitaban hasta sus mejillas, ojos entreabiertos; sus labios apenas se abrían y percibía su fresco aliento; su cara estaba ruborizada. Quería morderla, convertirme en animal y arrancarle un pedazo a su rostro y lamerle la herida. Esos pequeños y absurdos detalles de la intimidad entre dos personas que a veces enamoran y que al final de todo no significan nada. Coloqué mi frente sobre la suya, mezclamos sudores y otros fluidos porque le dejé hasta la última gota de leche dentro de su conejo. –!Puta madre! –pensé–. ¡Por partida doble, vaya animal que eres, Chinaski! La retiré sutilmente. Había poca luz. Me senté a un lado de la cama, mirándola y pensando que el sexo riesgoso es el mejor. ¿O lo es?
–¿Te gustó? –me preguntó–.
–Sí. Puede que me haya regado dentro. Para que sepas.
–Lo sé. Noté que no la sacaste para quitarte el condón y venirte sobre mi panza.
–¿Qué condón? Tienes toda la noche de tener la verga al natural bien metida. Debiste haberlo sentido. ¡Vaya tontería!
–Pues no lo noté, para mí es lo mismo. ¡Estúpido!
–No me jodas. ¿Viste que me lo puse? Lo siento, no pude sacarla a tiempo.
–¿Oh, te mide 10 pulgadas la pinga?
–Vamos a calmarnos un poco. Debe haber algo que podamos hacer para que no quedes embarazada. Me preocupa más lo otro.
–¿Eso sería…?
–Sida o una gonorrea bien potente. La putada que sea.
–Admirable lo precavido que eres, como no. Pues come mierda, que puta no soy.
–Las probabilidades de contagiarse del virus, me parece, son 1 por cada 100 polvos. Todo una lotería–terminé por añadir antes de encerrarme en mis pensamientos.
¿Cuántas veces hemos tenido buena suerte, pinga loca? Ya va siendo hora de tomar esta mierda en serio. Es un verdadero problema no tener una pareja estable cuando se odia con toda tripa el usar preservativo. ¿Y el embarazo? Me pregunto cuál será la probabilidad de embarazo por polvo. Un segundo era todo lo que ocupaba para detener su danza sobre mi verga, dos para hacerla a un lado, y menos de un minutos para ir a por el condón, colocármelo y estar listo para pisarla de lo lindo. Contar hasta tres equivale a tres bombeos de mi pinga, suficiente para sacarla y no dejar rastro de renacuajos en su coñ…conejo. ¿Malú? Vaya putada. Estoy en aprietos. Estuvo exquisito, totalmente, pero ¿valió la pena? ¿Vale la pena esta zozobra? ¿Vale la pena que por un polvo rico, sí, pero ordinario tenga que venir otro niño más a este poblado y miserable mundo? Lo que debe hacer un hombre para para tener algo que comer y tener una vida apenas digna, deprime al más grande optimista. ¡Lo que debo hacer yo para poder comer, como para tener que hacerme con otra boca, gastos médicos y otras repercusiones socioeconómicas, psicológicas y emocionales que me cagarían la paz! ¿Estará ella lista para ser madre? Solo tiene 23 la tonta. No creo que quiera serlo todavía. ¿Por qué me otorga el poder de embarazarla? Piensa Chinaski, piensa. Ahora entiendo por qué mi padre me resentía la existencia. Su polvo mala vida llevaba premio.
–¿Vas quedarte como idiota viendo hacia el piso? –dijo, interrumpiendo mis cavilaciones.
–Cállate, estoy pensando.
–Si mis padres se enteran…
–Tienes 23 años, yo 35. Si se enteran pues nada, eso: cogimos y ahora serán abuelos. La puta vida, lo normal.
–Tengo miedo.
–Cállate. El miedo no ayuda. ¿Te viniste?
–No.
–Madre mía, ni eso. Necesito una cerveza. ¿Vamos al xxxxx?
–¿Eres estúpido? ¿Si estoy embara…?
–Cállate. Capaz que si orinas se salen los renacuajos. Tardan un par de días en fecundarte. ¿José Cuervo?
–¿Vas a dejarme?
–Si no te pones la ropa para ir al bar, te quedas aquí.
–A veces no sé por qué te quiero.
–No tienes que. Solo tienes que querer coger conmigo y acompañarme de vez en cuando.
Los resultados llegaron un 28 de mayo. No hablamos desde entonces.
–¿Ya te riegas?
–No, pero ya casi. ¿Puedo regarme en tus tetas? Es mi cumpleaños.
–Eso me dijiste el mes pasado, tonto. Mejor en mi panza. Quiero ver la leche.
–Perfecto.
Cambiamos de posición. Nuevamente me había dejado vencer por una pasión, por un placer; el más maldito de los frenesís, el placer más voraz. Había resistido, pero ahora perdía la batalla. Sabía perfectamente que iba a dejarme coger por ella. Tal vez no. En todo momento sabía que no tenía el condón para protegerme. No habíamos terminado y aún tenía grabado la sensación de su apretada y placentera introducción de hacía unos momentos.
–¡Qué rica panocha tienes! –le dije, mientras la libido se me desintegraba a cada pensamiento de arrepentimiento.
–No le llames así. No me gusta. Suena vulgar.
–Discúlpame. ¿Cómo le llama la princesa a su vagina?
–Malú.
–¿Qué putada?
–(Entre risas y gemidos) Mi madre solía llamármelo así. Mejor dile “conejo”.
–Como sea. Qué bien come mi zanahoria tu conejo.
Nos besamos ricamente mientras mis caderas bajaban la velocidad y el ritmo de mi penetración anunciaban la roce final, y mis manos querían romper la almohada que sostenía su linda, rubia y chica cabeza. Su rostro era a veces feo y a veces atractivo, pero esa noche y, sobre todo, en ese momento estaba radiante. Tenía pequeñas gotas de sudor acumuladas en la frente que se precipitaban hasta sus mejillas, ojos entreabiertos; sus labios apenas se abrían y percibía su fresco aliento; su cara estaba ruborizada. Quería morderla, convertirme en animal y arrancarle un pedazo a su rostro y lamerle la herida. Esos pequeños y absurdos detalles de la intimidad entre dos personas que a veces enamoran y que al final de todo no significan nada. Coloqué mi frente sobre la suya, mezclamos sudores y otros fluidos porque le dejé hasta la última gota de leche dentro de su conejo. –!Puta madre! –pensé–. ¡Por partida doble, vaya animal que eres, Chinaski! La retiré sutilmente. Había poca luz. Me senté a un lado de la cama, mirándola y pensando que el sexo riesgoso es el mejor. ¿O lo es?
–¿Te gustó? –me preguntó–.
–Sí. Puede que me haya regado dentro. Para que sepas.
–Lo sé. Noté que no la sacaste para quitarte el condón y venirte sobre mi panza.
–¿Qué condón? Tienes toda la noche de tener la verga al natural bien metida. Debiste haberlo sentido. ¡Vaya tontería!
–Pues no lo noté, para mí es lo mismo. ¡Estúpido!
–No me jodas. ¿Viste que me lo puse? Lo siento, no pude sacarla a tiempo.
–¿Oh, te mide 10 pulgadas la pinga?
–Vamos a calmarnos un poco. Debe haber algo que podamos hacer para que no quedes embarazada. Me preocupa más lo otro.
–¿Eso sería…?
–Sida o una gonorrea bien potente. La putada que sea.
–Admirable lo precavido que eres, como no. Pues come mierda, que puta no soy.
–Las probabilidades de contagiarse del virus, me parece, son 1 por cada 100 polvos. Todo una lotería–terminé por añadir antes de encerrarme en mis pensamientos.
¿Cuántas veces hemos tenido buena suerte, pinga loca? Ya va siendo hora de tomar esta mierda en serio. Es un verdadero problema no tener una pareja estable cuando se odia con toda tripa el usar preservativo. ¿Y el embarazo? Me pregunto cuál será la probabilidad de embarazo por polvo. Un segundo era todo lo que ocupaba para detener su danza sobre mi verga, dos para hacerla a un lado, y menos de un minutos para ir a por el condón, colocármelo y estar listo para pisarla de lo lindo. Contar hasta tres equivale a tres bombeos de mi pinga, suficiente para sacarla y no dejar rastro de renacuajos en su coñ…conejo. ¿Malú? Vaya putada. Estoy en aprietos. Estuvo exquisito, totalmente, pero ¿valió la pena? ¿Vale la pena esta zozobra? ¿Vale la pena que por un polvo rico, sí, pero ordinario tenga que venir otro niño más a este poblado y miserable mundo? Lo que debe hacer un hombre para para tener algo que comer y tener una vida apenas digna, deprime al más grande optimista. ¡Lo que debo hacer yo para poder comer, como para tener que hacerme con otra boca, gastos médicos y otras repercusiones socioeconómicas, psicológicas y emocionales que me cagarían la paz! ¿Estará ella lista para ser madre? Solo tiene 23 la tonta. No creo que quiera serlo todavía. ¿Por qué me otorga el poder de embarazarla? Piensa Chinaski, piensa. Ahora entiendo por qué mi padre me resentía la existencia. Su polvo mala vida llevaba premio.
–¿Vas quedarte como idiota viendo hacia el piso? –dijo, interrumpiendo mis cavilaciones.
–Cállate, estoy pensando.
–Si mis padres se enteran…
–Tienes 23 años, yo 35. Si se enteran pues nada, eso: cogimos y ahora serán abuelos. La puta vida, lo normal.
–Tengo miedo.
–Cállate. El miedo no ayuda. ¿Te viniste?
–No.
–Madre mía, ni eso. Necesito una cerveza. ¿Vamos al xxxxx?
–¿Eres estúpido? ¿Si estoy embara…?
–Cállate. Capaz que si orinas se salen los renacuajos. Tardan un par de días en fecundarte. ¿José Cuervo?
–¿Vas a dejarme?
–Si no te pones la ropa para ir al bar, te quedas aquí.
–A veces no sé por qué te quiero.
–No tienes que. Solo tienes que querer coger conmigo y acompañarme de vez en cuando.
Los resultados llegaron un 28 de mayo. No hablamos desde entonces.