En la profunda soledad de un rincón de mi habitación observo. Analizo. Escucho. Ya ellos saben que estoy acá, ellos pueden sentir mi miedo, mi ansiedad, un pánico indescriptible que me paraliza y me mantiene en la misma posición fetal desde hace algunos días.
A mi lado, una taza de cartón con algo que debe ser café, pero que ahora parece una araña negra acechando en un zapato. Levanto la cabeza y miro el desvencijado cielo raso, manchado, amarillento, lleno de agujeros detrás de los cuales se encuentran decenas de ojos que me observan. Son ellos. Desde hace unos días me dí cuenta de su existencia, estaban por todos lados, siempre observando, siempre a la espera de un traspié de mi parte, para saltar sobre mí y hacerme pedazos. Rebeca me dijo que estaba loco, que no había nadie, que nadie nos seguía del supermercado, ni del cine, ni del trabajo, incluso cuando guardaba sus cosas en una maleta, no se daba cuenta de que estábamos siendo observados.
Cuando se fue, ninguno la siguió, todos se quedaron conmigo, vigilando mis movimientos. Eso me hizo caer en la cuenta que el problema es conmigo, ellos a quien me quieren es a mí y yo no sé que hacer ni cómo defenderme. Fui a la policía y no me hicieron caso. Fui donde un detective privado y podía ver detrás del sujeto una vieja y barata imitación de Goya cuyos ojos se movían. Sí, los ojos de La Maja se movían y me observaban. Eran ellos. Luego, mientras caminaba despacio hacia mi casa, vi algo que me dejó boquiabierto. Sobre la vitrina de una tienda había un reluciente juego de cuchillos y sobre ellos una flecha carmesí acartonada que los señalaba y decía "LIQUIDACIÓN", escrito con sangre. Entré a la tienda temblando del miedo y le pregunté al empleado qué significaba aquello y porqué estaba escrito con sangre. Este me miró con cara de extrañeza, esbozó una sonrisa ahogada y me dijo:
-Caballero, eso está escrito con "pailot" rojo, jamás con sangre. ¿Por qué lo escribiríamos con sangre?-
-No lo sé. ¿Y la amenaza? ¿Quién les dijo que yo pasaba por acá? Porque claramente es una amenaza de muerte.- tartamudeé yo.
-¿Cuál amenaza? Solo es un juego de cuchillos en liquidación y si no va usted a comprar nada, le agradecería no me quitara más tiempo- contestó él con cierto fastidio.
Ni modo, este tipo tampoco creía que ellos me vigilaban, no tenía sentido quedarme a explicarle. Pero ya tenía una amenaza clara y una estrategia a seguir. Llegué a la casa y puse en una caja todos los elementos punzocortantes que tenía. Un machete, decenas de cuchillos de cocina, una navaja Vitorinox heredada de mi abuelo y varios utensilios más fueron a parar al fondo de un baúl que guardaba al pie de la cama y del cual solo yo tenía la llave. Luego me senté y una idea me dejó helado: ¿Y si utilizaban algún objeto no punzocortante pero con cierto filo para apuñalearme? Había escuchado que en las cárceles usaban cualquier cosa como arma, con mucha más razón ellos, que no eran presos desesperados, podían hacerlo también y más eficientemente. Me levanté de un salto y puse en la mencionada caja cucharas, cepillos de dientes, lápices, lapiceros, tijeras, todos los tubos metálicos que estuvieran flojos o fáciles de extraer, grapas, tenazas, pinzas, etc. Luego, quebré todos los vidrios de la casa, los exteriores, los platos, los vasos, las tazas, todo lo que fuera de vidrio y produjera lacerantes esquirlas, miles de micropuñales que iban a servir para mi ejecución, todos ellos fueron a dar al baúl al pie de mi cama del cual solo yo tenía la llave. Y un armario del cual solo yo tenía la llave. Y una alacena de la cual solo yo tenía la llave. Y un mueble de cocina el cual no tenía llave pero cerrado con una cadena fijada por un candado del cual solo yo tenía la llave. Una vez hecho todo esto, exhausto, me acomodé en una esquina del cuarto, me puse en posición fetal y esperé el ataque. Ellos me habían observado todo este tiempo, sin decir nada, casi sin moverse, seguro sorprendidos por mi sagacidad e inteligencia y pensando en su próxima movida. Ahora los veía sonreír. De pronto, caí en la cuenta que había cometido un error. La bolsa del basurero del baño contenía 5 navajas de afeitar oxidadas, que yo había olvidado. Ahí estaban. Tenía que ir a recogerlas, pero ya era tarde. Ellos lo sabían. Me habían visto durante todo el mes botarlas una a una, llenas de agua y jabón, por lo que la oxidación era más rápido. Una sola cuchillada con ellas me produciría la muerte y en cuestión de unos días los policías encontrarían mi cuerpo hinchado espantosamente por la gangrena y el tétano producido por miles de cortaduras de navajilla de afeitar oxidadas. La idea de mi cuerpo lleno de heridas infectadas y putrefactas, me dio algo de valor para un último plan desesperado. Iría al baño, recogería la bolsa, la lanzaría por la ventana, ahora sin vidrio y correría nuevamente a mi posición de defensa. Estiré el cuello y vi por el espejo del baño que no había moros en la costa. Pero antes de levantarme y correr, me di cuenta de algo que por poco me detuvo el corazón: EL ESPEJO del baño...intacto. Un golpecito sobre él bastaría para producir cientos, miles de fragmentos filosos que me dejarían la piel hecha jirones en un santiamén. Lo peor es que para recoger la bolsa de basura con las navajas, debía de darle la espalda al espejo y para destrozar el espejo, debía darle la espalda a las navajas. Estaba atrapado. Ellos habían ganado. Los podía ver sonreír, ahora casi reírse a carcajadas. Ya mi miedo se iba transformando en resignación y luego mutó en rabia. Fui incapaz de proteger mi propia vida por un error de principiante.
Pero no les daría el gusto de verme apuñaleado, descuartizado, destrozado por miles de ellos. Tampoco les daría el gusto de ver mi cabeza necrótica e hinchada por la gangrena, con los ojos estallados y la lengua asfixiando mi garganta. Tomé el cable del "cofi-meiquer", lo arranqué del aparato (sin el asesino y cristalino recipiente, por supuesto) e hice un nudo corredizo. Me subí a una silla y amarré el otro extremo en una de las vigas del techo. Ellos habían dejado de reír. Me miraban entre incrédulos y enojados. Puse el aro con el nudo alrededor de mi cuello y los miré a los ojos. Estaban muy serios. Luego, le dí un puntapié a la silla con fuerza y me liberé de una muerte llena de puñales, cuchillos y gritos de dolor. Había perdido, sí, pero honorablemente.
La policía lo encontró, gracias a una llamada femenina anónima, amarrado de un pie a una viga del techo, con las manos y uñas destrozadas de raspar el suelo de madera, los ojos desorbitados y algunas articulaciones desencajadas por la inusual postura, repitiendo: "Cuchillos, cuchillos..."